Sala N. N de
Nada, de Nadie, de Ningún.
Escribo en la
noche suburbana del Clínico-Quirúrgico de Calle 26, a un costado de la Ciudad
Deportiva, platillo volador bloqueado por la propia arquitectura del hospital.
A la vista, la
corona de luces de la Plaza de la Revolución. Desde el tercer piso, pasan en
cámara lenta los metrobuses y las sirenas de las patrullas y las ambulancias.
Hay árboles ancestrales. Copas a vuelo de pájaro. Y humedad, tibia y
estimulante para sentarse en un silloncito a teclear.
Eso hago. Soy
testigo. Desde el balcón la noche es nueva, primer-mundista, habitable. Una
noche de libertad post-socialista. Una noche de belleza ucrónica, anacrónica.
Una noche donde recuerdo a todas las personas que amé, que me gustaría amar
hasta el fin de la eternidad. Desde este antro gratuito del MINSAP, dan ganas
de ser inmortal en La Habana, de vivir reversiblemente, de sobremorir a este
tiempo y lugar y, por supuesto, nunca contarlo. Porque sería criminal contaminar
a los que aún no han nacido.
Mi tío. No es la
primera vez que escribo de esos tíos atávicos que de pronto caen en cama y ya
no hay remedio, caguairanes de un comunismo hoy ya sin comunistas, maderamen de
un materialismo marxista que, ante este dolor con moscas de la Cama 12, ya no
significa absolutamente nada, nadie, ningún. Sala N de la Revolución.
Su nombre es
Félix, pero siempre le llamamos Kin (de niño yo lo escribía con m), supongo que
por algún juego de palabras perdido. La columna, parecía al inicio, lo
fulminaba de dolor en mil astillas. Una vértebra colapsada, osteoporosis y
otros paliativos contra lo peor. Luego, el diagnóstico dejó a un lado toda
traza benigna. Un diagnóstico susurrado a cuentagotas de semana en semana, para
engañar como a un niño a nuestro paciente de 80 años, según se le han ido
sumando pruebas y pruebas que hay que resolver dentro y fuera del hospital.
No es la primera
vez que pernocto aquí. Vi un error con los inyectables cometido por una
enfermera casi adolescente, que de milagro pudo ser solucionado cuando la
reacción del afectado parecía ya irreversible, taquicardia y temblores incluidos
(después vino el tapa-tapa entre colegas para justificarse en la historia
clínica). Vi a un padre moribundo golpear en pleno rostro a su hija, ya adulta,
en medio de su delirio terminal, reflejo entre estertores de lo que siempre él hizo
mientras estuvo sano. Vi los baños, por más esfuerzo que se haga, siempre
infectos de olor (y de orines con sangre, y de mojoncitos insumergibles durante
días). Vi, y veo esta noche de nuevo, a viejitos abandonados por su familia,
sin acompañantes al menos de madrugada, dependiendo de la caridad del resto de
los pacientes y sus familiares (justo ahora me miran como esperanzados al verme
teclear manchas de sentido en la pantalla, última luz por apagarse en este
cubículo).
Me asomo a ratos al
pasillo de afuera. Veo las chimeneas con vapor blanco del Departamento de Esterilización,
supongo. Hay un cartel que dice Nefrología. Faltan algunas ventanas (no tantas
como en otros morideros de esta ciudad) y atisbo siluetas acostadas en la
distancia, pacientes acaso muy graves que no sé por qué se me aparecen todos
como mujeres. Soy eso, un fisgón de la más terrible intimidad ajena.
Hay gatos sobre
las azoteas del nivel inferior, unas bestias regordetas que dependen de los
restos de comida que les lanzan desde todos los pisos del hospital, nylons que
estallan con un sonido grasoso. Aquí nunca ingiero ni bebo ni voy al baño, como
con miedo a contraer cierto tipo de susceptibilidad que me obligue después a
ingresar. Las bombillas del parqueo son amarillo-naranjas y le dan al edificio
un oscuro esplendor. Es bello. Es hermoso asistir a este espectáculo de la
debacle, imaginando que a uno nunca le tocará ser su víctima, que estamos a
salvo de qué.
El tiempo avanza
lento, pero no demasiado. Con el vasito de leche tibia, suena el cañonazo sobre
el horizonte y cierran los portones de la sala (como para no atraer a la muerte
a estas horas en que no hay doctores por todo esto). Tras las reyertas
habituales del cubaneo entre personal y pacientes, el silencio se hace sepulcral,
apenas quejidos apócrifos bajo las sábanas. Mudez de medianoche. La agradezco. Es
un augurio de lo inevitable, de la paz póstuma que tanto martirio le costará
primero a mi tío. Apagan las luminarias de neón sobre mi cabeza y entonces refresca
todavía más.
Leo a un polaco,
Adam Zagajewski, y su prosa preciosamente política. Bebo de esas barbaries en
el corazón de la civilización occidental. Su libro supura compasión por el ser
humano. Quisiera imitarlo cuando mi tiempo llegue. Quisiera ser un noble
escritor europeo y no este arrebatado cubano del que aún no me consigo librar.
Años atrás, mi
tío (materno) y mi padre discutían por culpa de Fidel, en una casita de Lawton
durante nuestros almuerzos en familia de fin de semana (técnicamente, fin de la
historia). Yo estaba de parte de los dos, pero no de Fidel, tan abusivamente
ubicuo. Mi padre era mucho más inteligente y cínico (eso me enorgullecía, pero
me ponía triste por Kin) y tal vez por eso murió primero, sarcásticamente un
trece de agosto (por metástasis misericorde, indolora), aquel domingo oprobioso
de los años cero o dos mil. Así, la bronca quedó trunca entre el guajiro
cojunadamente comunista y el funcionario cobardemente liberal. Hombres longevos
ambos, que vivieron vidas difíciles de maneras distintas. Antípodas. Ahora, el
destino parece pretender borrar de un solo escobazo las otras dos patas de la
discusión: Félix y Fidel.
Escuba amarga. ¿Cuántas noches como esta
me esperan, entre toces y ayes y arqueadas, entre mi memoria y esta
manipulación en secreto? ¿A cuántos amigos y amores he traicionado a propósito,
fingiendo no darme cuenta de que la verdad es vil? ¿Por eso nadie me llama para
compadecerme ahora de qué? ¿Acaso estoy a salvo de la Seguridad del Estado en
este bunker del aburrimiento? ¿Mi escritura adánica de estilo zagajewski tendrá
en este septiembre su Génesis? Orlando Luis, 1:1.
Oigo los avatares
del activismo civil por sms, cadenas de mensajes en masa. Presos por gusto,
actos de repudio, cargos inverosímiles, proclamas al por mayor, condenas que se
burlan del mismo tribunal que las dictó, huelgas de hambre con reporteros,
accidentes a conveniencia, nuevas generaciones de gente brillante
despilfarradas mientras yo me desvelo aquí. Arropado por el tic-tac de mi
laptop. Al margen del Bien y del Mal. Perdido, como al inicio del mundo. Como
antes de la primera línea a la vista benéfica de La Habana. Como después de la
última que demoniacamente me atreva a escribir.